Mi buen maestro
Estaba, como casi todos los días, sentado en su banco preferido del parque. Desde allí tenía una vista privilegiada de la vida que se desarrollaba a su alrededor. Veía las gentes, sus perros y sobre todo, veía a los niños que habían constituido el centro de su vida durante tantos años. Era julio y ése día, como el anterior y como probablemente el siguiente, hacía calor, mucho calor, a pesar de ser más de las nueve.
Sin embargo, a su avanzada edad, él parecía sufrirlo ya cada vez menos e incluso había dejado de sentir sed.
Veía las personas a su alrededor y hacía tiempo que se sentía transparente. Era como si él pudiera ver, pero la gente no pudiera verle. Formaba parte del decorado, como los bancos, los árboles o las papeleras.
También hacía mucho tiempo ya desde que un antiguo alumno se acercó a saludarle. Recordaba aquel momento y la emoción que sentía cada vez que aquellos niños, ya crecidos, se acercaban y le saludaban, como rindiéndole un pequeño homenaje. Con el paso del tiempo, los homenajes se fueron espaciando hasta que terminaron por desaparecer.
Se sentía razonablemente satisfecho con su vida ya prácticamente consumida, pero en ocasiones le asaltaba un ligero desasosiego y se preguntaba qué habíamos hecho mal. ¿Qué hemos hecho mal para que la gente viva esta vida cada vez menos humana? ¿Qué hemos olvidado enseñarles?
Se preguntaba la razón por la que tenía infinitamente más valor social la opinión del amigo de la novia de algún famosillo, sólo por serlo, que la suya propia – o la de tantos como él -, cargada de experiencia, de conocimiento, de la sabiduría labrada durante años, enseñando a tantos niños, hablando con tanta gente, leyendo tantos libros, viviendo tanto.
Veía a la gente afanarse a su alrededor por cosas tan insignificantes y que parecían constituir el centro de su existencia, que le hubiera gustado levantarse del banco y gritarles: Insensatos, la felicidad no está donde la buscáis.
Pero ¿para qué? Era transparente.
Había vivido los tiempos, que recordaba entrañables, en que su profesión tenía un valor social, cuando un maestro aún era alguien, respetado y valorado. También había vivido los tiempos del cambio cuando poco a poco, de manera imperceptible fue perdiendo su valor y se transformó en un peón social, criticado, cuestionado de continuo y en ocasiones, hasta agredido.
Al fin y al cabo, se consolaba, no era la suya la única profesión que había perdido su valor, tampoco un médico o un ingeniero son lo que eran. En realidad, casi todo había perdido su valor. ¿Qué vale hoy día? –reflexionaba- el dinero, sin duda, la fama, la belleza, tal vez la juventud. Y los que no tenemos nada de eso, ¿qué valemos?, nada, menos que nada.
Sin embargo, él siempre se había reconocido un valor que estaba dentro de sí y que nadie podría quitarle: El valor de hacer las cosas de acuerdo a lo que creía que estaba bien.
Había enseñado, no sólo cumpliendo los programas, sino añadiendo pinceladas, fruto de su experiencia, que podrían ayudar a sus alumnos a vivir, simplemente... ¿Simplemente?
Quizás, incluso, en alguno de sus alumnos hubiera prendido la semilla de sus palabras y viviera una vida consciente, que percibe el bosque y no se pierde en los detalles de los árboles.
Con uno solo quedaría justificado su esfuerzo o... quizá no.
Eran tantas sus dudas...
Ahora, que la vida bullía a su alrededor, sentado en su banco de siempre, se fijó en un niño pequeño que comenzaba a dar sus primeros pasos. Se preguntó cómo sería su vida, si tendría buenos maestros y si luego los recordaría. Le gustaba imaginarle en una sociedad más humana, sin tanto ruido que distraiga de las cosas auténticamente importantes.
Ojalá, se decía, se encuentre con alguien que le enseñe los valores correctos y le ayude a encontrar la felicidad. Una felicidad que nazca de dentro y que no sea fácilmente destruida por lo de fuera.
Automáticamente pensó: Valores correctos, pero ¿Cuáles son los valores correctos? ¿Son acaso los que yo he usado como guía? Espero que sí. Ya es un poco tarde para cambiarlos.
Gracias a esos valores había ayudado a muchas personas, de su familia, entre sus alumnos, a sus amigos y en muchas ocasiones a desconocidos.
Si son los valores correctos, se decía, ¿porqué estoy solo?, ¿porqué, cuando más lo necesito, nadie se acuerda de mi?
Entonces lo comprendió: había ayudado a tantas personas a cambio de nada, de forma gratuita y ahí residía el auténtico valor. Nadie le debía nada. El mundo estaba en paz con él y él con el mundo.
Ahora sabía que había empleado los valores correctos, porque un sosiego inmenso invadió su alma.
Apenas hubo terminado estos pensamientos, se sintió cansado, infinitamente cansado. Un dolor sordo se instaló en su pecho, su vista se nubló, sus ojos se cerraron y un gesto de dolor, que nadie vió, cruzó su cara.
Y murió en paz, tal y como siempre había vivido.
Y nadie se dió cuenta.
Me ha gustado el cuento.
ResponderEliminarGracias. Muchas gracias
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