La maldición de la abundancia


Recuerdo con ternura aquellos días de Reyes de mi infancia en los que, como por arte de magia, aparecían regalos que llenaban de colores, sonidos y luces las mañanas de cada seis de enero.
Un año, un coche teledirigido, otro un balón de reglamento (los balones no eran ni de fútbol ni de baloncesto, los buenos, eran de reglamento), otro un Electro-L, incluso alguno una pistola de pistones (y, aunque parezca increíble, no por ello me parece ser especialmente violento o agresivo), etc, etc.

La ilusión que me hacían sentir, aún permanece de alguna forma en mi memoria.
Recuerdo que, como generalmente al día siguiente había que ir al colegio, estaba impaciente por llegar a casa y seguir jugando con aquel regalo aparecido milagrosamente.
Reconozcamos que no todo era bueno: las pilas se gastaban en el momento más inoportuno y se maldecía al inventor (que luego me enteré se llamaba Volta) por haberlas hecho que duraran tan poco (en aquellos tiempos, ni eran tan asequibles como ahora ni existían las alcalinas).

Luego empezaron a decir que los Reyes eran los padres, que eso explicaba cómo los regalos podían aparecer en casa aunque estuvieran las puertas y ventanas cerradas y que eso de que los Reyes pudieran colarse por cualquier sitio era una patraña.
Pero yo nunca he llegado a creerme semejantes falacias. Yo soy más de pensar que los PADRES SON LOS REYES y no al revés.
Gracias a todo esto, y a pesar del tiempo transcurrido, no he descartado la magia para el día de Reyes e incluso para otro día cualquiera.

Tuvimos suerte sin duda, porque algunas personas mayores me han contado que a ellos los Reyes les traían como mucho una naranja. Aún así, no debe quitársele mérito a los Reyes de la España de la posguerra, porque las naranjas eran una fruta exótica en los pueblos castellanos de aquella época, en la que la precariedad y pobreza se extendían por doquier.

También creo que hemos sido afortunados respecto a las generaciones siguientes a los que los Reyes traen multitud de regalos. Yo he visto como niños de uno y dos años se sienten apabullados, indecisos e incluso desconcertados ante tanto regalo por abrir.
Tras ser ayudados por los padres, compadecidos por la inmensidad del trabajo a realizar por unas manos tan pequeñas, algunos de estos niños, se ponían a jugar después con una de las cajas del embalaje, pasando completamente de la multitud de regalos.

La maldición de la abundancia ha hecho que todos hayamos salido perdiendo. Los padres, abuelos y tíos, agobiados porque no encuentran uno de los muchos juguetes que hay que regalar. Los niños agobiados por no saber con qué juguete jugar primero.
Eso sin olvidar que un niño necesita aburrirse de vez en cuando para desarrollar su imaginación (un error habitual es intentar tener al niño continuamente entretenido y para eso, los móviles y las tablets juegan ya un papel fundamental).

Alguien, sin duda, nos convenció de que si un regalo produce felicidad, quince deben producir quince veces esa felicidad. Sin embargo, probablemente, no sea así y es posible que ni siquiera dos regalos produzcan el doble de felicidad que uno, e incluso cabe la posibilidad de que quince regalos generen menos felicidad que uno solo.

Puestos a recordar, recuerdo como ya un poco más mayorcito, ahorraba con ilusión para comprarme un LP (entonces eran todos de vinilo o venían en cassette) o un libro. La música era algo de un valor importante. Y no digamos los libros. Los libros eran algo casi sagrado. Allí parecía estar condensado todo el saber y lo que es probablemente más importante, aventuras, y mundos aún por descubrir. Mundos que hacían soñar sin ningún esfuerzo.

A su vez, ver una película era algo especial, premeditado y esperado con ilusión. Aquellas salas como el Real Cinema de Madrid, con sus grandes pantallas y sus impresionantes sistemas de sonido, dejaban embobado a cualquiera y le transportaban durante un par de horas al espacio interestelar de El Retorno del Jedi o se cagaba de miedo viendo Alien el octavo pasajero cuando se caía una copa de cristal y se rompía sonando por varios altavoces de forma ligeramente desfasada para que creyeras que estabas dentro de la nave (y no digamos cuando salía el Alien)...

Ahora, en cambio, tengo acceso a catorce mil libros en mi ordenador, tengo cargados unos dos mil libros en mi e-book. Llevo cinco mil canciones en mi móvil y tengo acceso a cientos de películas, series y documentales en mi tele. Pero prácticamente no leo libros ni escucho canciones ni veo películas.
La maldición de la abundancia ha hecho que todas esas cosas que un día fueron fascinantes y maravillosas, se hayan transformado en cosas vulgares. “Lo poco agrada y lo mucho cansa” dice la sabiduría popular.

Otra de las consecuencias de la abundancia, es el sufrimiento de aquellos que ven que existe, pero no pueden acceder a ella. Algunos, paradojas de la vida, siguen viviendo en la escasez perenne, mientras a su alrededor se despilfarra sin sentido, y ven como hasta los perros de algunos de sus vecinos viven mejor que ellos, disfrutando de sesiones de doga (yoga para perros) para que los pobres animales puedan controlar el estrés de la vida diaria.

Pero no todo se queda en las posesiones, la maldición de la abundancia ha llegado a terrenos más etéreos como la amistad. Antes, con suerte, se tenían tres o cuatro buenos amigos, ahora gracias a las redes sociales, puedes tener fácilmente trescientos amigos.
Y, por supuesto, como tienes trescientos amigos (o más), algo de tiempo tienes que dedicar a diario a cultivarlos, una fotito por aquí, un me gusta por allá, un comentario en este otro lado… pero ¿qué tipo de amistad es esa? ¿cuántos de esos trescientos amigos estarían dispuestos a apoyarte realmente si la fortuna te da la espalda? ¿qué serías realmente capaz de hacer tú por alguno de esos trescientos que te costara realmente un esfuerzo?

La escasez es mala, pero la abundancia resta valor a las cosas. Como siempre, en el término medio está la virtud.
A veces pienso que mi generación fue la más afortunada porque tuvo la suerte de crecer sin la escasez de nuestros padres, pero sin la sobreabundancia de los tiempos actuales.
Ahora, la sociedad consumista nos anima a tener mucho de todo, aunque probablemente, la moderación siga siendo uno de los pequeños secretos de la felicidad.

Desde este blog siempre hemos defendido una vuelta hacia la calidad y una huida de la cantidad. Buena música en vez de mucha música, buenos libros en vez de muchos, hasta buena ropa en lugar de mucha, y… naturalmente, unos pocos buenos amigos en lugar de miles de seguidores en Instagram.

Retornando a la calidad y desechando la cantidad, muchos de los problemas que tenemos actualmente desaparecerían, entre ellos los problemas ambientales que tanto nos agobian.

Centrar nuestra atención en la calidad no es sencillo, implica una nueva forma de consumir, de fabricar, de vivir...
Implica una nueva forma de entender la economía (una forma de la que ya hemos hablado en posts anteriores).
Implica que para las empresas sea tan importante el consumidor o el empleado o el entorno como el beneficio.

¿Una utopía?. Es posible.
De ti, de mi, de nosotros depende.

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Las ideas aquí expuestas no tienen porque estar en lo cierto. Son solo una visión de la realidad.
Es poco probable que alguien se encuentre en posesión de la verdad, por eso Siguiente Nivel es una invitación a que cada uno desarrolle su propia verdad a través del estudio y la reflexión.

Comentarios

  1. Al leer lo de los balones de reglamento me ha recordado a cuando yo era pequeño, unos años antes que tú. Para nosotros existían los balones de plástico, de goma y los de reglamento, que en nuestra ignorancia lo entendíamos como si el "reglamento" fuera un material. Yo no tuve la suerte de que me echaran los reyes ninguno de reglamento.

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    1. Qué buena, esa interpretación. Yo sólo pensaba que lo de "reglamento" hacia referencia a los balones de lujo, los buenos, los que tenían los chicos con suerte... Es que el que te echaran los Reyes un balón de reglamento era la leche. Y una bicicleta, no digamos.

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