Cuento de Navidad 2.024


 Leopoldo Sahagún, Leo para todos, había sido alcalde de su pueblo durante muchos años. El único problema es que su pueblo ahora era un montón de casas en ruinas y él, el único habitante desde que muriera, la primavera pasada, Gervasio.

Ya había decidido que no abandonaría el pueblo por muy aislado que se quedara en los inviernos con las primeras nevadas que, por cierto, deberían haber llegado ya. 

Él sería como el capitán de un barco, nunca abandonaría el suyo. 

Pensaba morir ahí y seguramente no tardando mucho, estaba convencido, porque su edad era ya avanzada. 

Sin embargo, tendría la tumba más hermosa que nadie pudiera soñar: todo un pueblo, las montañas y los árboles serían su mortaja, porque nadie se enteraría de su muerte. 

Curiosamente, ese pensamiento, en lugar de angustiarle, le llenaba de paz. Descansaría en la tierra en la que nació, rió, sufrió y por la que peleó. Por si eso fuera poco, estaría rodeado por sus montañas y cerca de los bosques y el río que le vieron nacer.


Era el día de Nochebuena y mientras daba su paseo matinal y observando el vaho que desprendía su respiración en aquel frío día de invierno, reparó en la casa de Eusebio. Qué buen hombre era Eusebio, pero ¿cuántos años haría ya de su muerte? ¿veinte, treinta? 

Su casa, antaño una de las más envidiadas del pueblo ahora era apenas una sombra de lo que fue. Persianas cerradas y agujereadas, pintura descascarillada, incluso alguna teja rota que presagiaba graves daños en el interior. 

El jardín que Eusebio siempre mantenía cuidado y hermosamente lleno de flores, era ahora el paraíso de las malas hierbas y aquella fuente que colocó en el centro y que lanzaba hacia arriba un chorrillo de agua, era ahora prácticamente invisible, sepultada por la maleza.

Una sonrisa cruzó la cara de Leo al recordar el día que Eusebio instaló la fuente y lo feliz que estaba cuando la puso en marcha.

La casa de Eusebio era en realidad un casoplón de casi doscientos metros cuadrados con unas vistas espectaculares, más el jardín con su fuentecilla, pero que ahora no valía nada. Recordaba los pisos de veinte metros cuadrados que vendían en la capital por una millonada mientras que esa enorme casa ubicada en un lugar privilegiado, se hundía en el abandono. 

La España vaciada, pensó. Él había sido alcalde de ese pueblo cuando era un pueblo vivo y los niños correteaban por las calles. Primero sacaron a la pareja de la Guardia Civil con sus familias, luego quitaron el médico, después les dejaron sin maestro y por último se llevaron al cura. 

La Iglesia llevaría cerrada más de diez años, porque ya ni el cura se acercaba por allí. La carretera que nunca había sido buena, era ahora poco más que un camino alquitranado lleno de baches. 


La España vaciada, volvió a pensar, pero esta vez en medio de una sonrisa burlona, como si los burócratas no supieran por qué se vacía España. Quitan los servicios más necesarios, el médico, el maestro, … ponen todo tipo de impedimentos al ya de por sí duro trabajo de agricultores y ganaderos, cargándoles con pesadas tareas burocráticas que solo pueden hacerse delante de un ordenador o desplazándose una hora por malas carreteras hasta la cabeza de partido, y se sorprenden de que España se vacíe. Permisos para limpiar la tierra, permiso para tener una vaca más, permiso para cambiar de cultivo, permisos, permisos, trámites, normas y prohibiciones…

Era como estar pegándose martillazos en un dedo y luego preguntarse por qué precisamente ese dedo duele tanto.


Había oído decir que la Unión Europea y el gobierno regaban con millones el campo, pero él nunca vio ninguno. Hubiera bastado que les dejaran el médico y el maestro y que no agobiaran con mil impedimentos, normas  y tareas burocráticas a sus vecinos para que el pueblo aún siguiera vivo.

Él fue el alcalde y lo dijo cuantas veces pudo y donde pudo, pero de nada sirvió. 

Las familias fueron saliendo una a una del pueblo, espantadas por la ausencia de servicios y la escasa rentabilidad de su trabajo. Un trabajo duro que, a pesar de todo, tiene un misterioso encanto. 

Y ese encanto aún podía percibirlo hoy. Bastaba con mirar alrededor, en esa profunda soledad, y sentir la conexión con la tierra. Las majestuosas montañas, el viento, que tras mecer los árboles rozaba su cara pareciendo conectarle con ellos, y el permanente murmullo del río que se le antojaba el susurro de un dios lejano que quisiera decirle algo.


Arturo Sahagún, por su parte, vivía en la capital, a cuatrocientos kilómetros del pequeño pueblo que le vió nacer. No le había ido mal en la vida, si por irle a uno bien en la vida se entiende ganar dinero, tener una buena casa y un buen coche. Ya estaba jubilado y su mujer le había dejado tras una penosa enfermedad. 

Tenía un único hijo con el que pasaba todas las navidades, sin embargo ésta tendría que pasarlas solo porque su hijo había aceptado un ascenso que exigía residir en Estados Unidos. 


En aquella tarde de Nochebuena, decidió sentir la Navidad dando un paseo por la Gran Vía de Madrid, allí en el tumulto de la calle, en medio de ese río de gente que nunca cesa, un belén en uno de los escaparates le hizo recordar otras Nochebuenas de su niñez. Qué distintas de las de ahora.

Se preguntaba cuál sería el ingrediente de aquellas cenas de Nochebuena que las hacía tan especiales. ¿Cómo se agregaba el sabor a fiesta a los platos? 

Desde entonces había comido en los mejores restaurantes del mundo y nunca había experimentado lo mismo. Ahora estaba seguro que el ingrediente secreto de su madre era el cariño que derramaba a raudales sobre los platos, un cariño dedicado, diseñado especialmente para cada uno de ellos.  

El recuerdo de sus padres humedeció sus ojos. Recordó también a toda la familia, que tras la cena se reunían alrededor del belén a cantar villancicos y recordó, cómo no, a su hermano, compañero inseparable de tantos juegos y travesuras.


Decidió acercarse al belén y apartarse de la corriente, pues dudar un segundo en ese río de gente, significaba ser arrollado por otros transeúntes. Allí, mirando el belén se detuvo por un momento. 

Entre tantísima gente, no supo por qué, se sintió tremendamente solo. Repentinamente, una nostalgia infinita se apoderó de él y se preguntó qué hacía ahí, en esa ciudad que ya no parecía ser la suya. Se preguntó si debía algo a esa gran ciudad que ya no le quería y si había algo que le atara a ella. Una ciudad en la que había que hacer cola para todo y que hasta las citas médicas había que mendigarlas.


Volvió a pensar en su hermano, el único familiar vivo que le quedaba de aquellas otras navidades y al que dejó de hablar hacía ya más de veinte años por la maldita herencia. Ahora lo sabía, qué más daba una tierra que otra, una finca que otra. 

Pensó en su pequeño pueblo que añoraba profundamente pero que nunca visitaba por no ver a su hermano. Y decidió volver. Decidió volver a un lugar donde le quisieran. Sabía que su hermano seguía vivo pero poco más. 


Cogió una de las calles perpendiculares a la Gran Vía y la gente desapareció como por ensalmo. La relativa soledad mitigó en parte la opresión que sentía y, al tiempo que apresuraba el paso para llegar a casa, iba creciendo dentro de él una alegría que hacía tiempo que no experimentaba.  

Preparando el equipaje, quien sabe si no sería para una larga temporada, se acordó de tomar un cargador para el móvil, ¿para qué? se dijo, si no habrá cobertura. Eso le hizo pararse un momento. No estaba seguro de si no tener cobertura sería algo bueno o malo. Sonrió para sus adentros por ese regusto a libertad que le daba quedarse sin móvil.


Cuando dio por preparada la maleta, reparó en el pequeño portal de Belén de una sola pieza que siempre ponía en su habitación por Navidad, seguramente en homenaje de aquellas otras que vivió.

Abrió la maleta y lo introdujo en ella, no sin antes lanzarle un beso de agradecimiento a la diminuta figura que representaba al Niño Jesús. No se explicaba como una figura tan pequeña había provocado unos recuerdos tan grandes.


Leo se despertó el día de Navidad y dio su paseo habitual por las calles abandonadas de su pueblo y se paró como siempre a mirar las montañas y escuchar el murmullo del río y el susurro del viento cuando oyó, de lejos, una voz que decía 

  • ¡Don Leopoldo Sahagún, insigne alcalde de Valle del Trillo!. 

Se volvió en la dirección de la voz y una gran sonrisa se dibujó en su cara a la vez que un tremendo júbilo inundaba su corazón.

Cuando Arturo se acercó a su hermano, se estrecharon en un largo abrazo. 

Leo con los ojos llenos de lágrimas, pensó que aquel día de Navidad, Dios le había hecho un regalo que ya no esperaba, el mejor regalo de su vida.



Feliz Navidad


A la memoria de los que nos acompañaron otras Navidades y recorrieron junto a nosotros parte del camino.

Vuestras sillas vacías llenan de amor y recuerdos nuestros corazones.


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