Cuento de Navidad 2.022

 Eran las doce de la mañana del día de Nochebuena. La sala de reuniones situada en la última planta del edificio del Banco Prosperidad permanecía ocupada en un día tan señalado por capricho del director general.

Él permanecía absorto ante los gráficos que mostraba el proyector de la sala.

Desvió su atención de la pantalla hacia el presentador y escuchó sus palabras

  • Como pueden ver en este gráfico en el que hemos segmentado a los clientes por edades, el tramo que menos aporta a nuestra cuenta de resultados son los mayores de 70 años. No tienen hipotecas, ni planes de pensiones. No pagan con tarjeta, no usan nuestros fondos de inversión y suelen mantener sus ahorros en depósitos que nos producen más gastos que beneficios. Por otra parte, -y pasó al siguiente gráfico- y como pueden ver aquí, es el segmento que más recursos usa. Sus operaciones se hacen en ventanilla y sólo el 5% del total en este grupo de edad usa los canales móviles o Internet.


El presentador pasó a la siguiente diapositiva pero el director general le interrumpió

  • Espera. Quiero que tomemos una decisión ahora. Es evidente, a la vista de los datos que se han mostrado, que el colectivo de los mayores de 70 es un lastre para nuestras cuentas. Habría que idear algún mecanismo para que estas personas abandonaran voluntariamente nuestro banco, algo sutil que no pudiera entenderse como discriminatorio, por ejemplo que todo tuviera que hacerse vía App o algo así. Ellos apenas usan smartphones


El subdirector general, Roberto Escamez, intervino

  • No estoy de acuerdo. Esas personas son nuestros clientes desde hace cuarenta o cincuenta años. Algunos de ellos, toda la vida. Sus padres les abrieron una cuenta cuando eran pequeños y la han mantenido desde entonces. No podemos dejarles tirados. No sería ético que en la etapa en que más ayuda necesitan, nosotros les abandonáramos.


Los presentes tragaron saliva al escuchar las palabras del subdirector. Se avecinaba una pelea de gallos. Ya había tenido algunos roces previos con el director, al que no gustaba que le llevaran la contraria en lo más mínimo.


  • Escamez -dijo el director general visiblemente irritado-, ¿en qué escuela de negocios estudió usted? Si le digo la verdad, no comprendo cómo mi antecesor le tenía en tanta consideración y le otorgó el puesto de subdirector general.

  • ¿Quiere decir, señor director, que no estoy capacitado para el puesto de subdirector general?

  • Si le soy sincero, creo que no.


El resto de los asistentes querían esconderse debajo de la mesa. Temían que la sangre les salpicara.


  • Deduzco de sus palabras que me está despidiendo

  • Escamez, es usted más listo de lo que pensaba. 

  • Estaré encantado de abandonar este comité de dirección presidido por usted, aunque me entristezca dejar el banco al que he servido con devoción toda mi vida. Sin duda, lo primero compensa lo segundo.

  • Me alegra darle ese gusto -respondió el Director

  • Bien, ahora que no es usted mi superior, yo también me daré el gusto de decirle por qué abandonaré encantado este Comité de dirección.

Nunca apoyé los despidos de nuestros empleados más veteranos, aquellos que nos han entregado su vida, trabajando fines de semana cuando ha sido necesario, sacrificando parte de su vida privada por el banco y a cambio nosotros le dimos solo una solemne patada

  • Y una buena indemnización -replicó el Director

  • Que no será suficiente para muchos de ellos, con hijos aún en la universidad. Todos sabemos que no encontrarán un trabajo medianamente pagado. A cambio de su despido, hemos multiplicado el salario de los mandos intermedios y los de los directivos. Usted gana ciento cincuenta veces lo que un empleado que comienza y… créame, usted no aporta lo que ciento cuenta empleados. 


Los presentes apenas podían creer lo que estaban escuchando.

  • No creo que usted pueda quejarse de su sueldo -dijo el director- y para mí, no aporta nada.

  • No, nunca me he quejado de mi sueldo. Y he tenido la suerte de pasar mi madurez profesional en el Banco que apreciaba y que ya no reconozco gracias a gente como usted. He aportado mi experiencia y conocimientos tratando de hacer una banca ética. He asistido a todos estos cambios negativos pensando que era el signo de los tiempos. Unos tiempos que usted con su juventud y brillante carrera, representa. Pero me he engañado y su propuesta de deshacernos también de nuestros clientes más fieles, con la rastrera excusa de que no son rentables, me ha abierto los ojos, ha colmado mis límites y ya no quiero seguir participando de este sinsentido.


El subdirector general recogió sus papeles, cerró su ordenador y salió tras un sonoro portazo.

  • Bien -continuó el Director General prácticamente sin inmutarse-, sigamos con la reunión. Soltando lastre, avanzaremos más deprisa.


Aquella noche, la noche de Nochebuena, incluso tras una copiosa cena y abundante bebida, de vez en cuando volvían a la cabeza del director general las palabras de Escamez. Aún así, tras acostarse, no tardó mucho en dormirse, pero al poco tiempo le despertó una irresistible gana de orinar, tanta que pensó que se lo hacía encima. Tenía que ir al baño rápidamente, pero su cuerpo tardaba en responderle. Se incorporó lentamente y notó un fuerte dolor en la espalda que le impedía moverse con mayor velocidad.

Cuando llegó al baño, apenas podía orinar. Lo hizo lentamente y cuando se levantó con esfuerzo, se acercó al espejo. No se reconocía. A través de una neblina, que pronto descubrió estaba en sus ojos, vio una cara que era la suya pero llena de arrugas. ¿Qué había pasado? ¿había envejecido de golpe?

Salió del baño con dificultad y atravesó un pequeño pasillo para llegar al dormitorio. El dormitorio era también pequeño. Sabía que ese era su dormitorio. Entonces ¿qué había pasado con su lujoso baño adosado a su también lujoso dormitorio? ¿qué había pasado con su mansión?


¿Estaba soñando o lo que había sido un sueño era su vida en el banco como director general? No lo sabía, porque de lo que estaba seguro ahora es que lo que estaba viendo era real.

Pronto amaneció y fue a tomar sus pastillas. ¿Como tenía que tomar tantas si él era una persona sana? Él había sido una persona sana, ahora era simplemente viejo. Trataba de calmarse repitiéndose a sí mismo “esto es un sueño, esto es un sueño”. Pero la dura realidad se imponía cuando volvía a sentir unas fuertes ganas de orinar o cuando intentaba levantarse de la silla y caminar. 

Tomó la pastilla de la tensión y vio que ya no le quedaban más. Tendría que pedir hora para ir al médico. En su vida en aquel sueño en el que era director, hubiera bastado pedírselo a la secretaria, pero ahora sabía que él tendría que llamar por teléfono.


Cogió un viejo móvil con teclas grandes y su tarjeta de la seguridad social. Ahí estaba el número que tenía que marcar, pero no lo veía bien. Se puso las gafas y a través de una neblina vio con dificultad los números. Marcó con lentitud y acercó el auricular a su oreja. Espero unos segundos pero nada sucedía. Miró el móvil y vio que las rayas que indicaban la cobertura habían desaparecido. Ocurría a menudo en su barrio. Maldijo el día en que sus hijos le convencieron para que diera de baja el teléfono fijo. ¿Por qué tenía que ir todo a peor?

Súbitamente, las rayas de la cobertura volvieron, intentó marcar de nuevo con esfuerzo y esta vez tuvo suerte: oyó el tono de llamada. Le respondió una locución que no entendía bien. Creyó oír que tenía que dar los números de su tarjeta, pero como tenía tantos, nunca se aclaraba de cuáles eran. De todas formas la máquina se impacientaba con facilidad y le decía

  • No le hemos entendido. Por favor repita de uno en uno los dígitos de su tarjeta


Cada vez más nervioso, intentaba una y otra vez marcar el número con sus manos temblorosas pero o la máquina se impacientaba o él se confundía.


Al final desistió y tiró con rabia el móvil al sofá. Ya tenía práctica y sabía cómo hacerlo para que no se rompiera. 

Mañana iría al centro de salud en persona. Hubiera sido esa su primera opción si no significara perder la mañana haciendo cola.  


Apenas había terminado de colgar cuando el teléfono, comenzó a sonar. Una llamarada de ilusión cruzó su mente y descolgó. ¿Sería alguno de sus hijos? 

  • ¿Hablo con el titular de la línea? -le pareció escuchar

  • Sí, dígame

  • Le voy a ofrecer un descuento en su factura del teléfono

  • No, gracias, no me interesa

  • Pero si va a tener un televisor gratis y un teléfono…

  • No, gracias -y colgó


Era una de esas frecuentes llamadas comerciales que solían despertarle a la hora de la siesta y que siempre cogía con la esperanza de que fuera uno de sus hijos. En realidad, eran las únicas llamadas que recibía.


De repente, una idea le asaltó. Necesitaba dinero. Ayer se había gastado el último billete de veinte euros haciendo una compra bastante escasa y, tanto para ir a la farmacia como para hacer las últimas compras de Navidad para sus hijos y nietos, tendría que ir al banco a sacar dinero.


Se llevó un disgusto al ver la nota que habían colocado en la puerta de su sucursal de siempre, en la que se podía leer que se cerraba definitivamente y que debía dirigirse a otra, cuya dirección aportaba. 

¿Qué habría sido de todos los empleados de su sucursal con los que se llevaba tan bien? ¿Qué habría sido de Juanjo, que le resolvía todos los problemas con los recibos y que incluso le ayudaba con temas personales, como aquella vez que le pidió cita por Internet para renovar el DNI?

No quedaba más remedio que acercarse a la otra sucursal que le pillaba bastante más lejos. Le costaba un mundo caminar, pero tendría que hacerlo si es que quería hacer la compra de hoy. 

Cuando llegó vio una enorme cola que salía del banco hasta la calle y doblaba la esquina. No le quedaba más remedio que ponerse al final. Había oído que las personas mayores tenían preferencia en la atención, pero se fijó y casi todos los que estaban delante de él eran personas mayores. 

Cuarenta y cinco minutos más tarde estaba delante del empleado y le dijo que quería trescientos euros, a la vez que le mostraba la cartilla de ahorro

No entendió bien lo que dijo, porque, como ya había comprobado, entre los obsequios que la vejez le había dado, parecía estar también una bonita sordera, pero por sus gestos y alguna palabra suelta le pareció entender que no podía darle el dinero y que tendría que sacarlo del cajero. 


  • Pero en mi sucursal me lo daban y yo no he usado el cajero nunca, ¿no podéis ayudarme? -dijo

  • Lo siento, ya no tenemos caja. Pero usar el cajero es muy fácil, pasa su tarjeta por el lector y la pantalla ya le va diciendo lo que tiene que hacer.

  • No veo bien. Además no tengo tarjeta -dijo al parecerle oír la palabra tarjeta-, con la esperanza de que eso supusiera una ayuda especial

  • También puede introducir su libreta

  • Pero, ¿no podéis ayudarme?

  • Lo siento, pero como ve, hay mucha gente esperando, nosotros estamos en cuadro por las vacaciones de Navidad. Además ahora atendemos lo que antes atendían dos sucursales. De verdad que lo siento. Yo no puedo levantarme de aquí


El hombre desmoralizado, se limitó a dar las gracias antes de marcharse


Había estado casi una hora para nada y seguía con su problema. ¿Cómo pagaría hoy las medicinas y la compra del día? Una enorme impotencia, soledad y desesperación le asaltó. Se alejó de la sucursal y se apoyó en una pared a salvo del paso alocado de la gente y notó como una lágrima asomaba por su ojo derecho. Su mujer había muerto hacía tiempo. Sus hijos vivían lejos, ocupados con miles de problemas y apenas le llamaban, su cuerpo le martirizaba cada día con un achaque nuevo y la sociedad, que él había ayudado a levantar, le marginaba y le daba la espalda. ¿Qué le quedaba?


En su cara, de repente, se dibujó un rictus que intentó ocultar disimuladamente con sus manos y, en silencio, lloro como un niño. 

Mucha gente pasó cerca, pero nadie le vio, agobiados como estaban con las últimas compras de Navidad.


La desesperación de aquel hombre seguía creciendo dentro de él hasta cuestionarse su propia existencia, cuando en ese momento, el director general despertó.


Su dormitorio era el dormitorio lujoso que recordaba, su mujer estaba allí acostada junto a él. Dio gracias a Dios (no lo había hecho nunca antes en su vida) porque todo siguiera igual, porque todo fuera como había sido siempre. En ese momento sintió lo afortunado que era y lo poco que lo valoraba. La gratitud fue creciendo en su interior y ahora sabía perfectamente qué era lo que tenía que hacer a continuación y probablemente el resto de su vida. 

Por alguna razón que desconocía, le había sido otorgada una nueva oportunidad y esta vez no la desaprovecharía.


En cuanto fue una hora prudencial, llamó a Escamez y le dijo que había reflexionado mucho y que le gustaría contar con él para construir un nuevo Banco Prosperidad.

Al día siguiente, 26 de diciembre, habló con su secretaria y le pidió que convocara una reunión urgente del consejo de administración. 

Llegado el día y tras una larga presentación en la que expuso sus nuevos planes al consejo, intentó resumir sus palabras


  • Señoras, señores, lo que he querido decir es que debemos cambiar drásticamente nuestra estrategia, de tal forma, que sin desentendernos de la rentabilidad, tengamos un importante papel social, no solo a través de nuestra fundación, sino por nuestra forma de hacer negocios.Yo creo que ambas cosas son compatibles. Debemos cuidar de nuestros empleados, de nuestros clientes y del entorno y después mirar la rentabilidad. 

Especialmente, nuestros clientes mayores nos necesitan. Ellos no son los más rentables pero sí los más fieles. Se lo debemos.


De nada sirve -continuó- aumentar los beneficios si lo hacemos a costa de nuestros empleados o nuestros clientes o el entorno, es decir, la sociedad en general.

Incluso, no creo que un accionista aceptara un céntimo más de dividendo por acción si supiera que se ha hecho a costa de matar los sueños de miles de familias, cuyos padres han perdido su trabajo, o a costa de engañar, por muy legal que el engaño sea, o maltratar a nuestros clientes.

Es cierto que ahora es la forma habitual de hacer negocios, pero alguien tiene que cambiar esa dinámica que solo conduce a una sociedad de muy ricos y muy pobres.

Creo sinceramente que cambiando nuestra forma de hacer negocios, es posible hacer compatible los intereses de nuestros empleados, clientes y accionistas


Tras una discusión en la que los consejeros mostraron su opinión, el presidente del consejo de administración tomó la palabra. 

  • Bonito discurso. La competencia nos devorará. Pero la defensa de sus argumentos ha sido tan vehemente que nos ha hecho creer, en parte, en ellos. Sin embargo, no renunciaremos a la rentabilidad para nuestros accionistas. Tiene usted seis meses para demostrar que su estrategia funciona. Se juega el puesto en ello.


Una enorme sonrisa se dibujó en el rostro del director. De momento, iba ganando la partida.


¿Tendría éxito el director general de Banco Prosperidad intentando conciliar la rentabilidad,  la utilidad social de la empresa y la honestidad? 

Posiblemente, no. 

No, porque nuestra sociedad y nuestras empresas son como son, no solo por sus directivos, muchos de ellos mercenarios sin escrúpulos ni ideales, sino porque nosotros nos hemos dejado arrastrar por los cantos de sirena de la sociedad de consumo usando como único patrón de comparación el dinero, eligiendo siempre lo más cómodo y barato sin importarnos el precio adicional que haya que pagar por ello (ya sea en forma de salarios bajos, despidos cercanos, pequeños negocios que cierran o más contaminación para el mundo).


Pero lo importante no es si el director tuvo éxito o no en su empresa. Lo realmente importante es que ese día el director general cambió, y como Ebenezer Scrooge, el protagonista del Cuento de Navidad de Charles Dickens e inspirador de mis cuentos de Navidad, cogió en hombros el niño inválido de su empleado y, ayudando a esa familia, pasó la mejor Navidad de su vida.


Y nosotros, ¿seremos capaces de cambiar nosotros?


Ojalá estas Navidades dejemos el móvil y la tele y regalemos atención y tiempo.

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A la memoria de los que nos han dejado. 

Gracias por andar con nosotros parte del camino.

Siempre estaréis en nuestro corazón y más que nunca, en Navidad. 


 FELIZ NAVIDAD A TODOS



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