Desmontando tópicos
En una cualquiera de esas típicas discusiones entre amigos
en las que, oh vanidad de vanidades, se intenta arreglar el mundo,
identificando todos sus males y las soluciones para ellos… En una de esas
discusiones en las que un tema lleva a otro en un pensamiento arbóreo sin orden
ni concierto, porque hay tantas cosas que arreglar… pues bien, en una de esas
conversaciones, sin saber bien como llegamos allí, surgió el tema del declive de
las religiones y en España, especialmente de la católica.
¿Cómo no va a haber un
declive en esta sociedad hedonista si la religión es percibida como algo
aburrido que no aporta nada?, dijo alguien. Y otro alguien contestó: os puedo asegurar que hay más alegría en un
convento que en una discoteca y os lo puedo demostrar cuando queráis.
Aceptamos el reto, y este último alguien se comprometió a
organizarnos una visita a un convento. En mi caso, siempre he sentido
admiración por las personas que renuncian a su vida a cambio de nada (al menos
de nada, aparentemente) y me resultaba atractiva la idea de conocer a ese tipo
de personas. Por tanto, no me resultó complicado aceptar.
Así que, este domingo pasado estuvimos en un convento de
semiclausura (lo que quiere decir que las monjas no pueden salir del recinto
pero pueden recibir visitas). En concreto el de Iesu Communiu situado en La Aguilera, un
pequeño pueblo de Burgos.
Desde mi ignorancia y desconocimiento, y con el pobre bagaje
que representa visitar este convento durante apenas dos horas, intentaré sacar
unas conclusiones que he decidido plasmar en este blog porque están alineadas
con las ideas y objetivos que en él venimos defendiendo desde el principio.
Cuando nos pasaron al locutorio del convento, nos recibieron
unas setenta u ochenta monjas cantando una canción. Hubo dos cosas que me
impresionaron nada más entrar: Lo primero fue la juventud de las monjas y lo
segundo la alegría que transmitían (pensé para mis adentros, mi amigo ya ha
marcado su primer gol).
Y es que uno se imagina a la juventud por ahí de juerga todo
el día y sorprende verla en un ambiente de recogimiento como es un convento.
Respecto a la alegría, es difícil explicarlo con palabras, pero bastaba mirar a
la cara a cualquiera de ellas para que llamara la atención su sonrisa. Una
sonrisa no fingida (al menos yo creo distinguir entre una sonrisa sincera de
una forzada, supongo que el secreto estará en que a la vez que la cara sonríe,
sonríen también los ojos, que como todo el mundo sabe, son el espejo del alma).
El caso es que, por alguna razón que desconozco, esa sonrisa,
multiplicada por aquel número de monjas, tenía un poder de contagio increíble.
Afortunadamente nos juntaron con un grupo de visitantes
bastante numeroso. De esta manera, pensé, podría pasar inadvertido y no tendría
que decir ni mu. Y así, tras la canción de bienvenida, una de las monjas comenzó
a hablar y después de las presentaciones nos invitó a preguntar sobre su forma
de vida.
No contaré aquí los temas de los que se hablaron, por no
hacer esto más largo, pero sí la impresión que saqué.
Ante problemas y sufrimientos que alguno de los visitantes contó (a medida que la conversación avanzaba, el grado de confianza aumentaba), me sorprendió la sabiduría y las ganas de ayudar de aquellas monjas tan jóvenes. Recuerdo que ante un sufrimiento intenso de una de las visitantes, una monja de veintipocos años, habló con titubeos y con nervios, pero sin miedo, o con miedo pero sin miedo de enfrentarse a su miedo. Y con su respuesta debo reconocer que consoló y alivió a la sufriente. Y estoy seguro porque hasta yo, que era ajeno a su problema, me sentí aliviado.
Ante problemas y sufrimientos que alguno de los visitantes contó (a medida que la conversación avanzaba, el grado de confianza aumentaba), me sorprendió la sabiduría y las ganas de ayudar de aquellas monjas tan jóvenes. Recuerdo que ante un sufrimiento intenso de una de las visitantes, una monja de veintipocos años, habló con titubeos y con nervios, pero sin miedo, o con miedo pero sin miedo de enfrentarse a su miedo. Y con su respuesta debo reconocer que consoló y alivió a la sufriente. Y estoy seguro porque hasta yo, que era ajeno a su problema, me sentí aliviado.
Otras hablaron de distintos temas, con humor, con nervios,
pero siempre transmitiendo alegría (¿cómo? no me lo preguntéis, mi amigo iba ya
dos a cero).
Muchas eran universitarias que tras terminar sus estudios
sintieron, no saben bien cómo, la llamada, otras dejaron novios y padres que no
comprendieron su decisión y que allí, nos confesaron, sufrían por ello o, mejor
dicho, sufrían por ellos.
Luego pasamos todos a la iglesia y allí hicieron una lectura del Eclesiastés. “vanidad de vanidades”…
Parece fácil leer en voz alta, pero no lo es. Hay que leer
con ritmo, cadencia, con el volumen y la entonación adecuada para que cada
palabra cobre significado. Ellas lo consiguieron. Ellas consiguieron que ese
pasaje antiguo del Eclesiastés cobrara un significado actual, como si alguien
lo hubiera escrito hoy para nosotros.
Y como colofón, antes de marcharnos, una jovencísima monja
(para ser preciso, era una novicia que ya llevaba tres años allí), que conocía
a uno de mis amigos se acercó a saludarle y, de paso, estuvo conversando con
nosotros durante bastante tiempo. De nuevo, solo puedo resaltar su simpatía y su
entusiasmo, difícil de fingir.
En definitiva, experiencia muy agradable y que recomiendo
encarecidamente. Y, ahora, si me lo permitís, me gustaría sacar unas
conclusiones relacionadas con los objetivos del blog.
- 1. Para ser feliz hay quien quiere un camión, pero la felicidad no está en eso. La felicidad no está en poseer cosas, ni en coleccionar experiencias. Creo que estas monjas, que no tienen nada, que calzan sandalias incluso en el duro invierno burgalés, me vinieron a corroborar que la felicidad está en cosas intangibles. Lo esencial es invisible para los ojos, como nos decía Antoine de Saint-Exupéry en su Principito.
El afán milenario y ancestral de
transcendencia está enraizado en nuestra mente y nuestra alma. La sociedad
consumista y capitalista nos anima a buscarlo en la colección de cosas y
experiencias, porque lo necesita para su propia supervivencia (supervivencia
del sistema, no de la civilización, porque el consumo y el capitalismo, llevado
al extremo, como está ocurriendo, será su final).
Ese mismo capitalismo intenta
acallar los intentos de transcendencia de sus miembros, porque un individuo que
busca cosas trascendentes es menos manipulable y menos sensible a las
tentaciones que el consumo nos ofrece.
No es que el capitalismo sea
malo. Al menos ha demostrado ser, a lo largo de la historia, el menos malo de
los sistemas económicos. En realidad, el capitalismo ha sido el propulsor, el
generador de riqueza y bienestar en el mundo occidental en los últimos siglos.
Pero el capitalismo desaforado y
sin control, cuyo único objetivo es el de generar más capital, puede tener
graves consecuencias, como ya está demostrando.
- 2. Supongo que otro de los motivos de la felicidad de estas monjas (aparte de la trascendencia que les supone para ellas estar siguiendo la voluntad de Dios) es la vida en comunidad. Una comunidad en la que encuentran todo el apoyo que necesitan. La comunidad es como una familia permanente y extendida, justo lo contrario de la sociedad que estamos construyendo: individualista e inconexa.
De alguna manera, la misma
estructura económica favorece la separación de sus miembros. Un individuo
aislado es más fácilmente manipulable porque sus ideas no son corroboradas por
nadie. En el fondo duda de sí mismo y cae fácilmente en las tendencias que
dicta la moda (no solo en el vestir, si no en el vivir).
Es un hecho que si en la España
de los años 70 las familias eran grandes y se mantenía una estrecha relación
con primos, tíos y abuelos, hoy en día las familias son más bien breves y con
suerte se cuenta con padre, madre y algún hermano. Eso si no se vive en la más
triste soledad.
De ahí que psicólogos y
psiquiatras intenten paliar con terapias y medicamentos, tanto el afán de
trascendencia reprimido, como el deseo innato de ser un miembro que cuenta en
la sociedad.
- 3. En el convento no hay ruido. La joven monja que estuvo hablando con nosotros, decía que una de las cosas que echaba de menos era la música de Queen. No me refiero solo al concepto de ruido como contrapunto al silencio, si no ruido en general, es decir, un conjunto de distracciones vacías que solo conduce a pasar el rato. El ruido es otra consecuencia de la sociedad de consumo y que a su vez, aliena, atonta y genera más ruido. El ruido es necesario para vivir esta vida vacía que vivimos.
- 4. El convento está en el campo, rodeado de naturaleza. Ya Bertrand Russel menciona la necesidad que tenemos de estar en contacto con la tierra.
Pues allí, en el convento, basta
levantar la vista y tus ojos contemplan kilómetros. Ves el cielo y el
horizonte. Puedes escuchar los pájaros y ver las estrellas.
En la ciudad, nos han quitado
hasta las estrellas y si tienes suerte, cuando levantas la vista, tus ojos
pueden llevarte cien metros más allá, hasta la fachada del próximo edificio. Ni
siquiera sabemos si existe el cielo porque para ello tenemos que levantar la
cabeza fastidiando las cervicales.
Las grandes ciudades son otro invento
del sistema consumista. La economía requiere que la producción se concentre en
zonas concretas y la reducción de costes nos está llevando a la concentración
de todos los servicios en las ciudades. Eso está provocando la desaparición de
las zonas rurales: La España despoblada
de la que tanto se habla ahora. Nadie se ocupa de ellos porque cada vez son menos.
Son menos votos y recordemos que los votos, como el dinero, es la medida de
todas las cosas en esta sociedad materialista.
Mi amigo ganó por goleada y desmontó otro de los típicos
tópicos. Efectivamente, me convenció de que hay más alegría en un convento que
en un bar de copas.
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Monografías de Siguiente Nivel
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Las ideas aquí expuestas no tienen porque estar en lo cierto. Son solo una
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Es poco probable que alguien se encuentre
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