Nunca aprenderemos
Hace unos días ayudé a un vecino ucraniano a llenar de cajas plegadas su coche. Había transformado un coche normal, un turismo, en un coche de emergencia para ayudar a sus compatriotas poniendo carteles en todas las ventanas con el símbolo de la Cruz Roja y Ayuda Humanitaria para Ucrania.
Me impresionó, casi diría que me traumatizó, ver su mirada de desesperación, el tono de su voz y las prisas con las que quería hacer las cosas que demostraban la urgencia de la situación. Luego me enteré que su mujer ya había sufrido algún ataque de ansiedad.
Pensé que si para nosotros es casi insoportable ver esas imágenes de la guerra de Ucrania con las que las televisiones nos obsequian a todas horas, qué no sería para estas personas, que lejos de su tierra ignoraban la suerte de sus padres, hermanos e incluso hijos, que veían desde la distancia como su mundo, su gente, sus recuerdos desaparecían delante de sus ojos de forma televisada.
Era, desde luego, un tema de reflexión para Siguiente Nivel. Podría dedicar una serie de posts dedicados a las lecciones que la guerra de Ucrania nos puede enseñar, pero ya dediqué algunos a las lecciones del coronavirus y creo que ahora, dos años después, podría concluir esa serie de lecciones víricas con una más: No hemos aprendido nada.
Pero bueno, si no le dedico una serie, al menos puedo dedicarle unos párrafos a las lecciones que la guerra nos enseña.
La primera es constatar la enorme ola de solidaridad que esta guerra ha desatado en todo el mundo. He sido testigo sobre como la gente se ha volcado donando ropa y alimentos para las víctimas de Ucrania. Esto demuestra que la gente es buena y que por cada malo, hay cien buenos (lamentablemente, los buenos se dejan gobernar por los malos).
Hay una reflexión que se me ocurre sobre este primer punto y es que es fácil solidarizarse con una causa concreta con víctimas inconcretas (guerra de Ucrania, isla de La Palma…), y en cambio, nos es muy difícil solidarizarnos con una causa inconcreta con víctimas concretas (por ejemplo el vecino del quinto que está viviendo un infierno porque su hijo le da un disgusto tras otro, pero como no somos conscientes, al ver su cara de acelga permanente, si podemos, le damos con la puerta del portal en las narices de forma despistada).
La segunda, siempre a mi juicio, es la superioridad de las democracias frente a cualquier otra forma de gobierno. Y eso que en las democracias a) hay poderes ocultos que lo manipulan todo, b) nosotros, los votantes, ejercemos nuestro derecho sin pensar mucho y c) a los candidatos no se les realiza la más mínima prueba para verificar su aptitud al cargo al que optan.
Ya hemos mencionado más de una vez la incoherencia que representa que para barrer las calles te exijan unos conocimientos de la luna y tres idiomas (con certificado de buena conducta y psicotécnico incluido) y para presidir un país, baste con que cameles a los que te votan.
La tercera es que aunque los nacionalismos y el poder desmedido de unos pocos causaran graves sufrimientos en el pasado (solo las guerras del siglo pasado provocaron más muertos y heridos que en todos los siglos anteriores), es obvio que no hemos aprendido la lección y los vuelve a causar en la actualidad. Es más, mucho me temo que los cause en el futuro. Las guerras mundiales y la guerra civil española, no parecen habernos enseñado nada. Nunca aprenderemos.
La cuarta es darnos cuenta de lo afortunados que somos. Basta que veamos hoy un telediario para que seamos conscientes de todo lo que tenemos.
La quinta es que todo aquello por lo que nos afanamos puede desaparecer en un segundo. Esa casa más grande, ese supercoche, incluso ese móvil de última generación, que para los ciudadanos ucranianos que huyen de los bombardeos y tras tres días sin carga (y probablemente sin cobertura) vale, como mucho, como arma arrojadiza.
Para esas personas que huyen de sus casas y que lo han perdido todo, solo les queda la solidaridad del resto de los refugiados y… sus pensamientos, que es tanto como decir, su sufrimiento.
La sexta es una derivada de lo anterior. Si, en el fondo no tenemos nada, y no poseemos nada, ¿por qué no nos esforzamos en conseguir algo que nadie nos pueda arrebatar en lugar de matarnos (incluso literalmente) por la posesión de cosas?
Nuestros antepasados, por su forma de vida, eran muy conscientes de sus limitaciones. Por eso, desde que el hombre es hombre, el sentido de la transcendencia, de la espiritualidad surgió. Es patente en las primeras pinturas rupestres y en las primeras construcciones megalíticas. Si esto es así, ¿por qué el afán actual de matar la trascendencia?
No sé si os habéis dado cuenta de que vivimos una vida contra natura. Permitidme que lo razone.
El cuerpo humano, diseñado para caminar muchos kilómetros al día con los niños a cuestas (la mujer) y para cazar, huir y traer los alimentos a su tribu (el hombre), ahora es usado para sentarse en el sofá mirando la tele o sentarse en una silla delante de un ordenador durante muchas horas.
El cerebro humano diseñado para tener cien ojos para controlar la prole e identificar emociones (la mujer) y para distinguir de lejos cualquier movimiento de la presa o del enemigo, elaborar planes instantáneos para capturar la presa o vencer al enemigo o huir (el hombre); en definitiva, diseñado para modificar y controlar el entorno con el fin de aumentar las posibilidades de supervivencia en general, ahora es usado para enfrentarse a una aplicación en el móvil, mal diseñada por otro homínido para pagar una multa introduciendo 45 dígitos y comprobar que no era ese el número que había que introducir.
(Puede parecer sexista la distinción anterior, pero no soy yo, es la naturaleza)
Por otra parte, la espiritualidad, programada en el hardware del cerebro del hombre y que ha sido usada en múltiples ocasiones por los filósofos para demostrar la existencia de Dios, es tomada ahora como un vestigio de la evolución cerebral y social, un residuo, una especie de apéndice que sirvió para algo en algún momento pero que ya, no solo no tiene sentido, sino que es un lastre.
Si no usamos el cuerpo, la mente y aparcamos el espíritu, es decir renunciamos a ser auténticamente humanos ¿podemos aspirar siquiera a sentirnos sanos? y si ni siquiera podemos aspirar a estar sanos ¿podríamos aspirar acaso a sentirnos felices?
Nunca aprenderemos a dar la importancia justa a las cosas. Nunca aprenderemos
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