PELIGRO: Desigualdad social
La desigualdad es
inherente a la naturaleza. Está escrita en nuestro código genético. Unos son
guapos y otros somos feos, unos son altos y otros somos bajos, unos son listos
y otros somos tontos.
Este tipo de
desigualdad fue la prevalente hasta la invención de la agricultura y la
ganadería. Por aquel entonces solo los más aptos sobrevivían. El más fuerte era
el jefe de la manada y el hombre era nómada. Si alguien caía enfermo y no era capaz
de seguir al grupo, éste le abandonaba. Supongo que con gran tristeza porque ya
eran humanos y tendrían nuestros sentimientos, pero la supervivencia mandaba y
sabían que eran las leyes de la naturaleza, cuyo cumplimiento era inexcusable.
En este momento la
desigualdad natural propiciada por los genes era la que generaba la desigualdad
social, pues el más fuerte era el de mayor rango en el grupo
A partir de la
aparición de la agricultura y la ganadería, el ser humano se hizo sedentario, y
pudo comenzar a acumular bienes en forma de productos de la agricultura, la
ganadería y artesanía que la riqueza redundante permitió.
A la desigualdad
natural generada por los genes se sumó la desigualdad generada por la posesión
o no posesión de esos productos. Es pues, con el sedentarismo con el que
aparecen los primeros ricos y consecuentemente los primeros pobres.
Naturalmente, al principio la posesión de más bienes estaba asociado a ser más
fuerte físicamente (o tener alguna relación con los más fuertes), pero con el
paso del tiempo y con el establecimiento de las normas sociales, esta
correspondencia se fue debilitando.
Para no hacer más
extenso este post pegaremos un salto hasta el siglo XVIII, comienzo de la
revolución industrial. En esa época se inició el proceso de fabricación de
productos que requerían mucha mano de obra.
Avanzando el tiempo,
los fabricantes se dieron cuenta que tenían que deshacerse de los excedentes de
producción bajando los precios y permitiendo que los propios obreros accedieran
a algunos de ellos. Los obreros, conscientes de su poder sobre las cadenas de
producción, se organizaron en sindicatos y consiguieron mejoras salariales y de
condiciones de trabajo a través de la paralización de la producción con las
huelgas.
Estos logros
permitieron que se llegara a un máximo en la consecución de condiciones
salariales y sociales de los obreros alrededor de los años 50-80 del siglo
pasado y el desarrollo de la clase media.
Pero, de manera
progresiva, se fue implantando la tecnología aplicada a la producción. Ello
permitió que la fabricación, la agricultura e incluso los servicios fueran
menos dependientes de la mano de obra. Los sindicatos fueron perdiendo poder
porque una huelga ya casi no afectaba a la producción prácticamente
automatizada.
Los ahorros de
costes que la tecnología permitía no se repartieron de forma proporcional entre
los patronos y los obreros, sino que los primeros se quedaron con todo y se
aprovecharon de la globalización y la disminución del poder sindical para
menguar las condiciones de los obreros (estamos ya hablando de los años 80-90
del siglo pasado). Y en esta etapa continuamos.
De ahí que la clase
media esté disminuyendo en casi todos los países, y las clases sociales se
estén polarizando entre una clase social muy alta, acumulando la mayor parte de
la riqueza y una clase social baja que tiene para vivir y gracias.
Incluso en los
países desarrollados, con estados de derecho consolidados, esa clase social
alta, que teóricamente tiene los mismos derechos que los demás ciudadanos suele
escaparse de rositas ante las más variopintas tropelías debido fundamentalmente
a que la abundancia de dinero les permite contar con los mejores abogados que
buscan los agujeros más ocultos de los procedimientos y las leyes. Todo ello con la
consiguiente indignación del resto de la sociedad.
Su dinero les permite
acceder a los mejores colegios, pero no parece quedar claro si están
aprovechando correctamente todas las lecciones, porque si así fuera,
recordarían lo que ocurrió en etapas pasadas en las que las clases sociales
estaban muy polarizadas, pocos muy ricos y muchos muy pobres como en los años
precedentes a la revolución francesa.
De esta época parece
ser la frase “Si no tienen pan, que coman pasteles”, que algunos atribuyen a
Maria Antonieta, esposa de Luis XVI, y que denota la falta de sensibilidad (seguramente
incluso ignorancia) de las clases altas sobre los problemas de las clases bajas.
Si realmente
pronunció esa frase, seguro que ella tampoco pudo comer pasteles cuando su
cabeza cayó depositada en el cesto de la guillotina.
Luego los
revolucionarios se pasaron tres pueblos y guillotinaron a cualquier
sospechoso de pertenecer o tener relación con las clases altas. Se cargaron al
mismísimo Lavoisier, el inventor de la química moderna, y una de las mentes
pensantes más brillantes de la Francia de entonces por el mismo motivo.
¿Qué lección nos da
la historia? Que una sociedad necesita una clase media fuerte, que atempere los
ánimos, que diluya los excesos de los muy ricos y contribuya con sus gastos a
la generación de puestos de trabajo para que la clase baja sea lo más reducida
posible o a ser posible inexistente.
Lo contrario, no le interesa
a nadie. Ni a los ricos siquiera, que tendrían que vivir en guetos para
protegerse de la violencia que la pobreza genera y siempre con la espada de
Damocles de una revolución (con los excesos que implica) pendiendo de un hilo.
Esto siempre sucede cuando los pobres tienen tan poco que no tienen nada. Nada
que perder.
Hay que evitar que
la tecnología y la globalización provoquen el enriquecimiento de unos pocos y
la pobreza de la mayoría, pues antes o después, el trabajo disponible para los
seres humanos será muy limitado y estará en su mayor parte en manos de
máquinas.
Más vale que todos
vayamos pensando sobre el tema porque todos somos sectores interesados, incluso
los muy ricos, porque también ellos pueden “perder la cabeza”.
Tendremos que revisar
la historia, o… estaremos obligados a repetirla.
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