La vanidad de la ciencia

 Esta semana, un medio de difusión nacional publicaba un artículo de un prestigioso neurocientífico que afirmaba "Tras la muerte no hay nada, ni sufrimiento ni dolor". Este científico lleva años estudiando el cerebro y lo que significa la consciencia y afirma que lo que somos es algo que está exclusivamente relacionado con nuestro cuerpo.

No sé a vosotros, pero a mí esta afirmación me parece más una opinión que una certeza porque dudo que en un laboratorio pueda demostrar nada de lo que está diciendo. Es, por tanto, un brindis al sol.

Entiendo que tantos años de trabajo continuo en un mismo campo le han autoconvencido de determinadas cosas que, desde luego, no puede demostrar, y le han hecho creer que sabe más de lo que sabe. De ahí que yo hable de vanidad de la ciencia en el título de esta publicación.


Lo que me llama la atención es que las afirmaciones sean categóricas. Podría haber dicho “En base a mis estudios, me inclino a pensar que tras la muerte no hay nada”, pero lo afirma con rotundidad, sin género de duda. 

Resulta evidente que el terreno que pisa se escapa a la ciencia, ya que su afirmación incluye aspectos que están fuera de la naturaleza (recordemos que la ciencia moderna es experimental y cuando abandonamos ese terreno entramos dentro de lo que antiguamente se llamaba metafísica y que está relacionada con las creencias más o menos razonadas).

Pero ¿por qué hablar con esa seguridad en terrenos que se escapan a la ciencia?

¿Por qué ese afán de matar lo sobrenatural, lo que está fuera de la naturaleza?


Supongamos que este científico tuviera razón, ¿qué ganaría él, mediante su prestigio, intentando matar la esperanza de los que esperan otra vida futura? 

Esta sociedad hedonista poco tiene que ofrecer a los ancianos, enfermos, moribundos e incluso a los pobres, porque en ella todos los placeres se compran con dinero, ¿no tendrían ellos (y todo al que le plazca) derecho a creer en una vida futura aunque fuera ficticia?


Si Dios es por definición la causa última (o la primera, según queramos verlo) y según estos científicos, todo lo que existe, existe sin objeto y por azar, están diciendo que la causa última del universo es el azar y, por tanto, tendremos que escribirlo con mayúscula porque el Azar es su dios. Y cuando realizan afirmaciones categóricas dentro del terreno de la fe en la que creen, en defensa de su dios Azar, se transforman en sacerdotes y profetas de una religión que podríamos denominar azarismo. Así pues, igual que se dice soy cristiano o musulman, podrían decir soy azarista.


Es cierto que en la sociedad actual este tipo de afirmaciones parecen subvencionadas no se sabe por que entidades, pero desde luego, tienen bastante eco en los medios. Bastante más que las afirmaciones que se autoreconocen como religiosas. Estas, en cambio, se revisten de racionalidad y parecen ajenas a cualquier religión cuando, como hemos visto, son afirmaciones tan religiosas como El Credo cristiano.


Supongamos que unos locos llevan a Alessandro Volta (inventor de la pila eléctrica y que era el que más sabía de electricidad en su tiempo, allá por el siglo XVIII) un procesador de última generación (de esos que forman el corazón de cualquier ordenador actual).

Unos locos que además han tenido la revelación de que ese pequeño objeto es capaz de realizar miles de millones de operaciones matemáticas por segundo. Volta extrañado por su apariencia y misteriosa forma, decide estudiarlo cuidadosamente y se pasa semanas en su laboratorio enchufándole electricidad de mil maneras distintas. Tras un largo periodo investigando llega a la conclusión que ese objeto es una rara formación azarosa de la naturaleza que no sirve para nada y publica en un periódico de la época, haciendo uso de su prestigio científico “El objeto cuadrado encontrado en Fernando Po es una extraña piedra sin utilidad ninguna”


Pues si nos parece grande la distancia que hay entre un gran sabio del siglo XVIII en electricidad y un procesador de última generación, la distancia que hay entre un científico actual y el conocimiento sobre la vida después de la muerte es infinitamente superior, por la sencilla razón de que son conocimientos que no están en el mismo plano, algo así como en el ejemplo de Volta pero a lo bestia.


No nos equivoquemos, la ciencia no siempre es vanidosa. Muchas veces es humilde. Ahí tenemos a Blaise Pascal uno de los mayores sabios del siglo XVII, matemático, físico, filósofo, etc (vamos, que ojalá pensáramos tanto en nuestra vida como Pascal pensó en un día) pero que defendió la existencia de Dios desde el terreno de la fe (no de la razón, pues él mismo era lo suficientemente listo para darse cuenta de que era imposible probar la existencia de Dios, la inmortalidad del alma o el sentido de la vida a través exclusivamente de la razón -o su contrario, claro-).


El problema de la ciencia y la fe se ejemplifica en esa anécdota que se cuenta (no sé si será verdad) sobre un astronauta ruso y uno americano. Los dos subieron en un cohete, y a muchos kilómetros de la Tierra, viendo la inmensidad y belleza de la Tierra, la luna y el cosmos, el americano afirmó “ahora estoy seguro de que Dios existe”. El ruso en cambió dijo: “Ahora estoy seguro de que Dios no existe”. El ruso parece que esperaba ver allí arriba un señor enorme de barba blanca.


“Lo esencial es invisible a los ojos”, dijo Antoine de Saint-Exupéry en su deliciosa obra El Principito. Lo que nos hace felices no es perceptible con los sentidos. Este fue el motivo por el que el ruso no encontró a Dios en el espacio. Él lo buscó con los sentidos. El americano, en cambio, lo experimentó dentro de sí.


¿Será por eso por lo que la frustración de la sociedad actual (que busca la felicidad exclusivamente en el disfrute de los sentidos) no hace más que crecer y crecer?

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