El auténtico sentido de la Navidad

Hace poco he terminado el libro de Jorge Bucay titulado "Recuentos para Demian. Los cuentos que contaba mi analista”

Es un libro que os recomiendo. Está lleno de lecciones de vida en forma de cuentos. No tenéis nada que perder y sí mucho que aprender. 

Uno de ellos me ha parecido muy apropiado para estas fechas navideñas.

Lo contaré con mis palabras. Si queréis leerlo bien contado, tendréis que compraros el libro.


Resulta que hace muchísimos años, bastante antes de que la sociedad se hubiera transformado en un conjunto de gente que se limita a consumir, un agricultor, arando con mucho esfuerzo su tierra,.encontró un enorme diamante. Lleno de alegría y viendo su vida asegurada decidió enterrarlo para cuando vinieran tiempos difíciles y colocó una piedra amarilla justo en el lugar donde lo había enterrado.

Para no preocupar a su mujer con la responsabilidad de tener un gran tesoro escondido en su tierra, solo le dijo que había encontrado una piedra amarilla que les traería suerte y les garantizaría el porvenir. 

Eso mismo le dijo la madre a sus hijos, y así, convencidos de que las piedras amarillas les traerían suerte, cada vez que encontraban una la ponían alrededor de la que colocó el padre.

Pronto había un pequeño montón de piedras amarillas encima del gran diamante.

Cuando el padre se hizo viejo, le dijo al hijo mayor el secreto de la piedra amarilla y lo mismo hizo el hijo cuando se hizo mayor. Y así, generación tras generación, el secreto de las piedras amarillas se fue transmitiendo hasta que uno de los que conocían el secreto murió antes de transmitirlo a su hijo. 


La familia siguió recogiendo piedras amarillas, que ya constituían una buena montaña, convencida de que eso les traería suerte, ignorando que la montaña marcaba el lugar donde se hallaba escondido un gran diamante.


Creo que algo parecido nos ha pasado con la Navidad. Hemos olvidado el diamante del significado auténtico y nos hemos quedado con las piedrecitas amarillas de los regalos, las comidas y las bebidas.

Porque la Navidad es una fiesta cristiana que significa que un Dios Todopoderoso elige presentarse a los hombres en la forma de un niño indefenso que nace de la forma más humilde posible, en un establo entre animales. En medio de la precariedad, la suciedad, el frío y las carencias. 

Se muestra inicialmente a los pastores, a la gente más humilde, dejando claro del lado del cual está (no es que excluya a los ricos y poderosos si le buscan con corazón sincero, lo que pasa es que esto último es difícil).


Es, por tanto, un Dios que a los ojos humanos es un Dios fracasado porque además de nacer tan humildemente. muere ejecutado por los ocupantes de su tierra, los romanos. 

Ese hecho, el ser un Dios fracasado junto con las palabras que enseñaba: “amad a vuestros enemigos”, “el que quiera ser el primero entre vosotros que sea vuestro servidor” (es decir el último) llevó a C.S. Lewis (el autor de las Crónicas de Narnia) a decir que una cosa tan disparatada, tan contraria al sentir humano, no podía ser una invención sino una verdad revelada.

Lewis, una persona inteligente y culta como puede apreciarse en cualquiera de sus libros, dejó su ateísmo y se convirtió al cristianismo en base a esas hermosas ideas tan poco humanas. 

No es que fueran ideas revolucionarias hace más de dos mil años, tiempo en el que la vida humana no valía nada, es que lo siguen siendo hoy día porque la idea básica cristiana del servicio y la entrega a los demás choca de pleno con el disfrute personal que nos vende la sociedad de consumo.


Ese Niño-Dios nos enseñó que éramos tan importantes para Él que le merecía la pena entregar su vida por nosotros, pero por cada uno de nosotros, nos amaba individualmente y nos conocía por el nombre, Juan, Pepe, Ana. Él nos hizo nada menos que hijos de Dios, nos dió esa enorme dignidad. 

No éramos hijos de reyes o príncipes, éramos hijos de Dios. Nuestra vida, de repente tenía sentido. No éramos un grupo de trillones de átomos que funcionaban de forma coordinada por puro azar, éramos la creación de Dios y teníamos una misión en nuestra vida: servir al Creador a través del servicio a sus criaturas.


Y la verdad nos hizo libres. Rompió las ataduras con lo material, con las limitaciones de nuestro cuerpo, las enfermedades, la vejez, las penurias y por fin los árboles de las células y los átomos dejaron de impedirnos ver el bosque de la creación.

Cuando el afortunado creyente (dichoso el que crea sin haber visto) se hacía consciente de esto, su alegría era tan grande que desbordaba y necesitaba compartirla con los demás. Por eso mataba el ternero cebado e invitaba a celebrarlo con sus familiares y amigos. Es decir, compartía con ellos lo mejor que tenía.


Hoy día es posible que sigamos matando el ternero cebado y juntándonos para comerlo pero no sabemos por qué lo hacemos y la alegría no brota de dentro, sino que ingerimos alcohol con la esperanza de que algo de la aparente alegría de fuera penetre dentro de nosotros. Juntarnos nos llena de estrés porque no celebramos el nacimiento de Dios. Lo peor de todo es que ni siquiera sabemos lo que celebramos.


Solo sabemos lo que se puede demostrar con la razón y en un laboratorio, el resto lo creemos. Estamos llenos de creencias. Creer o no en Dios es una decisión de nuestra voluntad y ambas creencias están al mismo nivel racional, intelectual y científico (porque están fuera de esos ámbitos, por mucho que algunos intenten convencernos de lo contrario).

Y dentro de este terreno de las creencias, cada uno es muy libre de creer lo que quiera, pero al menos todos deberíamos ser conscientes de que cuando celebramos la Navidad estamos hablando del diamante enterrado. Si queremos quedarnos solo con las piedrecitas amarillas deberíamos usar alguna otra palabra distinta.

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