El sentido de la vida

 Hoy en día no es muy frecuente preguntarse por el sentido de la vida. Vivimos en la sociedad del entretenimiento, que en cierto modo, es una consecuencia de vivir en la sociedad de los mercaderes y, estando todo el día entretenidos es difícil preguntarse nada. 

No hace tantos años, en España, era bastante frecuente encontrarse pastores que estaban todo el día en el campo cuidando de sus rebaños. Los innumerables momentos de soledad conducían al desarrollo de una filosofía especial de vida no exenta de espiritualidad. 

A veces, esa espiritualidad estaba auspiciada por el cristianismo, y otras veces, si el interfecto había caído cerca de un cura déspota, era una espiritualidad natural que intentaba alejarse del cristianismo (al menos de los curas) a propósito. 


Pero hoy las cosas han cambiado. En muchos sentidos para mejor, pero no en el que acabo de mencionar. Hoy nadie quiere estar a solas con sus pensamientos. Encendemos la tele, ponemos la radio, leemos las noticias en Internet o vemos millones de vídeos.

Es típico ver gente con auriculares en las actividades más mecánicas, correr, hacer ejercicios en el gimnasio... No se quiere pensar. Se nos ha dicho que lo impidamos.

No es solo eso, también se ha prohibido el aburrimiento. Como si el aburrimiento fuera una lacra que hubiera que desterrar de nuestras vidas, aún cuando todo el mundo sabe que el aburrimiento, aparte de despertar la imaginación, ha sido la causa de grandes avances (también reconozcámoslo, de grandes maldades).


Así que la pregunta de ¿por qué estoy vivo? y ¿para qué estoy vivo? son preguntas proscritas para la sociedad actual. 

Esas preguntas son las que, de forma natural, surgían en nuestros antepasados mientras miraban las estrellas al cuidado del rebaño que dormía cerca de ellos o descansaban de la dura jornada (solo si el cansancio les permitía estar dos minutos despiertos). Pensaban en ello mientras se acongojaban del sufrimiento que veían a su alrededor, hambre, enfermedades, muerte, etc.


Si alguna vez habéis tenido la suerte de hablar con alguno de aquellos antiguos pastores o campesinos, recordaréis la enorme sabiduría que solía encontrarse en sus palabras a través de dichos, refranes y pensamientos e historias propias o ajenas. Sabiduría incluida en un recipiente de teórica incultura porque muchos de ellos o no sabían leer ni escribir o lo hacían con dificultad.


Resumiendo: no nos hacemos hoy día las preguntas que antaño se hacían quizás movidos por el aburrimiento.


Hagámoslo entonces. Preguntémonos por el sentido de la vida y a ver a donde llegamos. Total si podemos perder el tiempo viendo series o vídeos que nos mandan por las redes sociales, ¿por qué no habríamos de perderlo intentando buscar el sentido de la vida?

Porque, me diréis, es mucho más aburrido. Pero aún así, hagámoslo, juguemos a ser humanos.


Desde el punto de vista biológico, la respuesta está clara. Somos receptáculos de ADN. Nuestro objetivo vital es perpetuar el ADN. Richard Dawkins lo describe perfectamente en su libro “El gen egoísta”. Así pues, biológicamente hablando, hemos cubierto nuestro objetivo vital en cuanto hemos transferido nuestro ADN y hemos asegurado que sobreviva. Dicho de otra manera, cuando nuestros hijos (nuevos contenedores de nuestros genes) son lo suficientemente mayores como para desenvolverse por sí mismos, nuestra vida, desde el punto de vista biológico, deja de tener sentido.


Ahora bien, ¿para qué sirve perpetuar nuestra información genética? Pues la verdad, no se me ocurre. Según Dawkins es un mecanismo ciego que solo busca perpetuarse a sí mismo sin ningún fin.

Algunas veces he pensado que lo mismo unos extraterrestres sembraron con una vida básica miles de planetas y, a través de los mecanismos de adaptación de los genes, vuelven de vez en cuando y toman muestras en todos los planetas para ver cual de ellos es más propicio para el desarrollo de vida compleja. Pero no sé, si son tan listos, habrían hecho una simulación en uno de esos potentísimos ordenadores dotados de inteligencia artificial que deben poseer (a no ser que todo esto sea la simulación en su potente ordenador).

De cualquier forma, no parece que biológicamente haya un motivo suficiente para satisfacer nuestra necesidad de sentido de la vida.


Cambiemos de plano. Esta vez en un nivel superior: el social. Socialmente hablando nuestra vida tiene sentido si y solo si aportamos más de lo que consumimos al grupo social al que pertenecemos.  

Este sentido de la existencia ha sido una fuerte motivación a lo largo de los tiempos que se mostraba en toda su crudeza cuando los recursos eran escasos. 

Me viene a la memoria las costumbres de los antiguos cántabros que siempre llevaban una bolsita de tejo encima para que cuando fueran más una carga que una ayuda, ingerirlo y acabar así con su vida y dejar de ser un lastre para el grupo.

Como vemos, este plano social, ofrece una motivación un poco más sofisticada que el plano biológico, puesto que mientras la de este último acaba en cuanto has asegurado que tus genes continúan, en el plano social, en cambio, la motivación, el sentido de la vida, puede perdurar mientras resultas útil al grupo.


Es este plano social, en el que a través de dichos como “Servir para servir” o “El que no vive para servir no sirve para vivir”, ofrece una motivación existencial un poco más consistente.


Cierto es que los grupos sociales se han vuelto más difusos que antes. La tribu, la familia, el clan, el pueblo, etc, eran grupos concretos, conocidos. Era fácil intentar serles útil e igualmente fácil identificar cuando se era un lastre para ellos.

Pero ¿y ahora? Nuestra necesidad de pertenecer a un grupo sigue siendo imperiosa, pero ¿como lo conseguimos? De ninguna manera porque no existen los grupos sociales. Lo simulamos identificándonos con partidos políticos, o con un equipo de fútbol, o con un club de fans. 

El último grupo social que quedaba, la familia, está de capa caída. La familia, era, es todavía, el último reducto en el que aún podemos esperar una cierta cohesión y ayuda.


Servir a la familia ha sido una motivación existencial importante durante muchos siglos. Ahora en pro de la independencia, y de la realización personal, está considerablemente desprestigiado.


Aunque en la actualidad pensemos poco, incluso cuando todo parece irnos bien, identificamos un vacío, un algo que nos falta que no sabemos qué es. Cuando todo va mal, ni te cuento. 

Eso quiere decir que por mucho que, hoy, en la sociedad del entretenimiento, no nos hagamos preguntas, la duda de por qué y para qué estamos aquí sigue pululando en nuestra cabeza. 

Fijaos que la motivación de la sociedad de los mercaderes es disfrutar, disfrutar y disfrutar. Nada que ver con las motivaciones razonadas a las que hemos llegado en el plano biológico y social. 

El lema del disfrute es necesario para mantener una sociedad de consumo pujante, pero no para llevar una vida más plena y feliz porque a quien beneficia realmente es al mercader y no al consumidor ya que disfrutar tiene efectos secundarios sobre la salud física, mental y financiera de este último. Además disfrutar se comporta en cierto sentido como una droga pues implica tolerancia (cada vez se necesitan estímulos mayores para conseguir el mismo nivel de disfrute) y adicción (no se puede dejar de buscar experiencias de disfrute).

Ojo que no estoy diciendo que disfrutar sea malo, sino que hay que hacerlo con cabeza para evitar los efectos secundarios y que además no ataca los motivos de nuestra existencia y que, por tanto, no llena nuestros vacíos existenciales.

Algo parecido a programar un robot para apretar tornillos y luego meterle en una habitación cerrada llena de enchufes para que pueda recargar sus baterías y aceites de todo tipo para que pueda engrasar sus articulaciones, pero ningún tornillo.


Los graves problemas existenciales de la sociedad actual conducen a graves problemas mentales que dudo se estén atacando de la forma adecuada. 

¿Cómo nos enfrentamos a esos problemas? A través de la psicología y de la psiquiatría. 

Estas dos especialidades abordan exclusivamente el aspecto biológico del hombre. Dicho de otra manera, el aspecto material e individual del hombre. 

Los psicólogos y psiquiatras son profesionales imprescindibles en la sociedad actual que abordan los síntomas agudos de las enfermedades mentales. Sin ellos, el número de suicidios se dispararía. 


Pero ¿son suficientes? No digo solo en número, que tampoco lo son, sino si las áreas que cubren son las que necesita el ser humano. El psicólogo aporta soluciones al paciente en base a sus conocimientos y experiencia y le proporciona terapias que significan alivio para el enfermo. Para empezar, le presta atención, algo bastante escaso en esta sociedad masificada en la que es fácil sentirse solo. 

Es curioso que el plano social no se aborde con más contundencia y no se recurra con más frecuencia a terapias de grupo, en las que se construya un grupo fuerte y cohesionado. Al menos, estaríamos tratando ese sentido social de la vida del que hemos hablado.


Por su parte, las terapias químicas a base de pastillas empiezan a ser cuestionadas, al menos a largo plazo, aunque para los episodios agudos sigan siendo irremplazables.

En cualquier caso, la mayor parte de las veces el problema mental se controla y probablemente se cronifica pero pocas veces se resuelve.


¿No será que hay un plano más que estamos dejando desatendido? ¿No será que realmente existe un plano espiritual que tradicionalmente ha sido cuidado pero que la sociedad posmoderna ha eliminado?


Quizás en ese plano espiritual la vida tiene el sentido que echamos de menos en los otros planos.

Quizás deberíamos cultivar más el plano espiritual y buscar ahí el sentido de la vida.

Quizás ese sea el motivo por el que la psicología y la psiquiatría no triunfan del todo, porque han olvidado el alma.

Si eso fuera así, estaríamos empeñados en arreglar la cabeza y el cuerpo cuando lo que tenemos roto es el alma.


Sugiero que contemplemos esa posibilidad, no nos esté pasando como al robot del ejemplo anterior o lo de aquel hombre del chiste, que en vez de buscar las llaves donde se le habían caído, las buscaba debajo de la farola porque allí había más luz.


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