Al final tendremos que irnos a vivir a una cueva


Adoro la tecnología. Mejor dicho adoraba la tecnología, porque hoy desearía vivir en una cueva. 
La tecnología siempre me fascinó. De adolescente me embobaban las novelas de Julio Verne. Un auténtico visionario y no como los de ahora, que porque emprenden el negocio correcto, en el momento adecuado y se forran, les dan ese título.
Dudo que los adolescentes y los jóvenes de hoy sepan quien es el tal Julio Verne.

Si me fascinaría todo lo tecnológico, que cursé estudios técnicos. Luego trabajé con las más avanzadas tecnologías y viví de ellas. Me conecté a Internet cuando pocos en España habían oído hablar de ella. Tuve mi primer teléfono móvil cuando la mayor parte de la gente no sabía que era eso y tuve mi primer smartphone mucho antes de que Android, el principal sistema operativo en que se basan los móviles, soñara con existir y tener el éxito que tiene.

Pensaba, ingenuo de mí, que la tecnología serviría para hacernos más libres, más humanos. Que serviría para disminuir las desigualdades sociales, para disminuir el sufrimiento. 
Parte de eso lo ha conseguido y lo sigue consiguiendo, seamos justos. Nada es blanco o negro. Siempre hay muchos matices. 

Pero hubo un momento, un punto de inflexión en el que la tecnología eligió el camino equivocado (a mi juicio). Todo comenzó cuando MicroSoft decidió dedicar toda la nueva potencia de los ordenadores a mejorar el interfaz visual, a hacerlos más atractivos. Fue el cambio del mítico MS-DOS a Windows. Las sucesivas versiones de Windows fueron en esa misma dirección. Es obvio que su finalidad era hacer los ordenadores accesibles para todos, simplificando el interfaz. La decisión fue un éxito desde el punto de vista de negocios y convirtió a MicroSoft en una de las compañías más valiosas del mundo.

Sin embargo ese giro estratégico además de grandes luces, tuvo sombras. El despliegue masivo de Windows dio un poder enorme a su propietario, que comenzó a decidir cuándo debíamos cambiar de aplicaciones, e incluso cuando debíamos cambiar de ordenador. 
¿Cuántos ordenadores se habrán tirado a la basura cuando aún eran perfectamente funcionales?
Así era. Si querías instalar una nueva aplicación o si tenías que actualizar una de las que ya tenías porque ya no era capaz de leer los ficheros de las nuevas versiones, tenías que cambiar de PC. De esta forma tan sencilla comenzamos a ponernos en las manos de los fabricantes de software.

Esa estrategia se ha generalizado, y hoy día, aparecen nuevas versiones de las aplicaciones (procesadores de texto, hojas de cálculo, bases de datos, etc) que poco aportan al usuario, puesto que las existentes son inmensamente potentes, pero que están pensadas para hacer obsoletas a las anteriores, forzar el cambio, incluso del ordenador y aumentar la dependencia del usuario respecto al fabricante de software (a la vez que aumentan sus ingresos)
Una vez en sus manos, harás todo lo que te pidan.

Hay un segundo gran punto de inflexión (a mi juicio), que se produce cuando aparecieron los primeros móviles inteligentes. Entonces se aplicó la misma filosofía que tan grandes éxitos había cosechado en el mundo de la informática. 
Había una diferencia, ahora el público objetivo era el mundo entero, no solo los propietarios de un ordenador personal. 

Comenzaron a ofrecerse multitud de aplicaciones gratuitas, algunas creadas por expertos, que desinteresadamente querían compartir su creación, y otras muchas creadas con el fin de desplegarse masivamente con más oscuras intenciones, aunque probablemente siempre lícitas (bueno, algunas veces, claramente, no).
El usuario, percibiendo valor en las cosas que le ofrecían, abrazaba los nuevos usos del móvil con entusiasmo: redes sociales, aplicaciones para hacer ejercicio, el acceso a una información ilimitada, juegos, videos de todo tipo, etc…
Y efectivamente, se usó la misma filosofía que en el mundo del PC. Las nuevas versiones de las aplicaciones, aunque hicieran prácticamente lo mismo, requerían más memoria, más capacidades y había que cambiar de móvil. Más aún que en los ordenadores, ¿de nuevo, cuántos móviles perfectamente funcionales no se habrán tirado a la basura contaminando (mucho) nuestro mundo?

Han pasado poco más de diez años desde que este segundo punto de inflexión despegó y el cambio ha sido brutal. La sociedad entera gira entorno a los móviles.
Si hace quince años viajabas en transporte público veías a un porcentaje importante de gente leyendo libros o periódicos. Hoy día, son casos testimoniales. Todo el mundo mira su móvil. De hecho, muy poca gente es capaz de levantar la cabeza del móvil mientras camina. Algunos incluso no la levantan ni mientras conducen. No quiero pensar como será el mundo en quince años a este respecto.

Los móviles son una adicción social reconocida y a la vez, no solo tolerada, sino fomentada por la estructura económica.
La dependencia de los móviles es brutal. Las aplicaciones son cada vez más potentes y adictivas. En muchos casos tan útiles y sencillas de manejar, que si nos las quitaran ya no sabríamos como resolver los problemas. Poco a poco nos están robando nuestra propia libertad, esa que siempre fue escasa. 

No era esto lo que yo soñaba cuando de joven me imaginaba cuál sería el futuro de la tecnología. Mi sueño se ha convertido más en la distopía que describe George Orwell en su novela 1.984, que en ese paraíso tecnológico que me imaginaba. 

En realidad, nuestra vida actual es una versión de 1.984, solo que se han sustituido esas pantallas que todo lo veían y oían, colocadas en todas las estancias, por pantallas que todo lo ven y todo lo oyen colocadas en nuestro bolsillo. 
A Orwell solo le faltó imaginar que las pantallas se harían tan pequeñas que podríamos llevarlas con nosotros y que se convencería a la población para que, voluntariamente, con entusiasmo, incluso con dependencia, lo hicieran.

La tendencia es imparable. Cada vez más, se asocian estos pequeños aparatitos que llevamos siempre, a nosotros mismos. Lo están haciendo las empresas, lo están haciendo las instituciones y me temo, que antes o después, lo hagan los estados. 

Por ejemplo la Unión Europea ha instaurado la normativa PSD2 para aumentar la seguridad en las transacciones financieras, que exige una doble validación para asegurar que el usuario es quien dice ser. 
La mayor parte de los bancos han resuelto este problema enviando un SMS al usuario. Esto ya de por sí obliga a tener un teléfono móvil. Es decir, si quieres sacar o ingresar dinero, tener una tarjeta de crédito, etc, obligatoriamente has de tener móvil.
Aceptemos tiranosaurius-rex como animal de compañía.

Pero es que algunos bancos han ido más lejos y han resuelto el problema de la doble validación con una app. Esto quiere decir que no solo debes tener un móvil, si no que necesariamente debes tener un smartphone e instalar su app, con lo que todo eso implica.

Es obvio que los bancos que han tomado esta última decisión quieren quitarse de encima a los usuarios, que o bien no saben manejar un smartphone, o a aquellos otros que se resistan a meterse en la corriente manipuladora actual. Sin duda ni unos ni otros, son su público objetivo.

Lo que más asusta de todo esto es que solo llevamos diez años con los smartphone, y aún tiene que venir la internet de las cosas. La tecnología ya existe, solo falta el despliegue masivo, pero es cuestión de tiempo. 
Con ella podremos apagar las luces del salón o subir las persianas estando en el otro extremo del mundo. ¡Qué útil y bonito!, pero no olvidemos que si nosotros podemos hacerlo, alguien sentado delante de un ordenador, también.

Aún asusta más que aunque quieras resistirte, no podrás. El ejemplo de los bancos lo demuestra. Y, antes o después, cuando compres una batidora, para ponerla a funcionar tendrás que conectarla con la wifi y descargar el último software. Ya pasa con los frigoríficos. ¿Para qué? No lo sé, no veo la necesidad, pero… piensa mal y acertarás.

¿Entendéis ahora porque aún siendo un forofo de la tecnología estoy pensando en irme a vivir a una cueva?

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Comentarios

  1. Sinceramente, prefiero por seguridad la app frente al SMS
    Y si bien es cierto que cada vez estamos más controlados, lo cierto es que en varias ocasiones últimamente hemos comentado en grupos de amigos que qué pena no haber tenido smartphone hace años para algunas cosas que ahora se pueden hacer en cualquier momento y lugar cuando antes eran muy incómodas

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    1. Gracias JR por tu comentario. Como digo en el post, nada es blanco ni negro. Es obvio que el móvil y las apps nos proporcionan herramientas muy útiles, lo que intentó defender en el post es que el precio que estamos pagando y (lo que es más grave) que vamos a pagar, es muy alto. Y esto ya es, claro está, sólo una opinión.

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    2. Pero ojo, ese precio no es a cuenta de la tecnología, que me sigue pareciendo fascinante, sino por culpa del mal uso de ella, en la que naturalmente, priman los intereses comerciales y crematisticos frente a otros más altruistas.

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    3. Por otra parte, que prefieras la App al SMS, sólo demuestra que eres parte del público objetivo de esos bancos. Algunos de los cuales sólo contemplan esa posiblidad de autenticación, con lo que de un plumazo se quitan a personas mayores o reticentes o torpes tecnológicos.

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    4. Por último (espero no tener más ocurrencias), la app del banco al que hago referencia EXIGE acceso a leer estado e identidad del teléfono, poder hacer fotos y vídeos, grabar audio, acceso a ubicación precisa y/o aproximada, leer los contactos, leer, modificar y borrar el contenido de la tarjeta SD, buscar cuentas en el dispositivo, acceso total a la red (WIFI o datos), cambiar la configuración del audio y controlar la aplicación. Resumiendo el control total del móvil.
      O tragas dando todos esos permisos o te vas del banco. Lo lógico es que nos fuéramos todos del banco, pero ¿a dónde? si todos son o serán iguales.
      Conclusión: Hay dos opciones: O tragas o tragas. Eso es lo que me asusta.

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