El arte de engañar (II)

Hace unas semanas dedicamos un artículo al marketing o mercadotecnia como un mecanismo bastante científico para manipular las voluntades de la gente. Decíamos que usar la palabra engañar quizá sería excesivo puesto que de alguna manera nos convencen de la bondad de algo y nosotros lo aceptamos voluntariamente. 

Desde otro punto de vista, sí sería un engaño pues te convencen de que necesitas algo que no necesitas en absoluto.


Sin embargo, hay otra derivada en el marketing o la promoción de productos que también es una forma solapada de engaño y que no comentamos quizá por evidente: ocultar los inconvenientes o efectos secundarios de los productos (OJO porque aquí producto debe entenderse en sentido genérico, puede ser un producto, un servicio o una ideología).

Nadie te va a decir, por ejemplo, cuando estás intentando comprar un piso super chulo que los vecinos son muy ruidosos y que a eso de las tres de la mañana montan jarana o que el alcohol aunque parezca buenísimo para las relaciones sociales, es pésimo para el hígado, el corazón, las arterias y las neuronas. 

Estaría bien que en un anuncio de cerveza. tras poner la imagen de gente guapa bailando y riendo en una playa paradisíaca, pusieran unas imágenes de un coche volcado con personas heridas, un señor en la cama del hospital hecho polvo esperando un trasplante de hígado o quizás de alguien tirado en un banco del parque con un montón de latas de cerveza vacías alrededor (aunque sea de la marca que anuncian). Estaremos de acuerdo en que estás últimas imágenes, mucho glamour no tienen.

No ponen esas imágenes con los efectos secundarios del producto porque se supone que ya se conocen. Y es que teóricamente esa es la función de la educación y de la familia


Se ha mencionado en este blog en otras ocasiones Las instrucciones para dar cuerda a un reloj  de Julio Cortázar. En esos fragmentos se describen de manera magistral los efectos secundarios de las cosas. Ese texto, una prosa poética fascinante que recomiendo leer (he puesto aquí el enlace, solo tenéis que tocarlo), es una oda al contramarketing. Leyéndolo uno se da cuenta que nada es lo que parece y que hasta lo más atractivo nos hace más esclavos. Un precioso reloj, como dice Cortázar, es en realidad un “infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire”  


Conocer los efectos secundarios de las cosas, el Yang de cada Yin y el Yin de cada Yang, exige conocimiento y experiencia

El conocimiento se adquiere a través de la cultura y la experiencia, o bien a base de porrazos contra la pared o bien con el contacto con gente de confianza que ya haya adquirido la experiencia a base de porrazos anteriores.


Si reflexionamos sobre esto, nos daremos cuenta que el conocimiento y la experiencia son  potentes antídotos contra el marketing o lo que es lo mismo, contra la sociedad de consumo. ¿Será entonces casualidad que la sociedad de consumo intente reducir, por todos los medios, la calidad de la educación y el contacto con personas con experiencia?


Es una estrategia prácticamente imperceptible pero sin duda efectiva. En España se ha empeorado la calidad de la enseñanza pública sistemáticamente en los sucesivos planes de estudio desde la época de la transición. Cada plan de estudios es peor que el anterior, reduce las exigencias sobre los alumnos (lo que les hace más caprichosos, débiles, indolentes y manipulables) y hace que obtengan peores resultados en cualquier prueba objetiva. 

Son conocidos los pésimos resultados que está obteniendo la educación actual en casi todo occidente, pero cualquier cambio solo se hace, no para mejorar la calidad de la enseñanza, sino para aumentar el adoctrinamiento en un sentido o en otro.


Por si esto fuera poco, se ha extendido socialmente la idea de que la cultura es algo irrelevante (cualquiera puede buscar algo en Internet) haciendo que confundamos conocimiento con información. La cultura es algo de frikis, de gente rara, incluso algo de lo que burlarse puesto que ya no forma parte de la norma y nadie encuentra valor en ser culto porque, además de requerir un gran esfuerzo, observa que los triunfadores de la sociedad son, con frecuencia, ignorantes e incultos: ganadores de concursos cutres, youtubers, tiktokers, … Insisto, sin ánimo de generalizar porque hay personas de estos colectivos muy cultas, pero no es lo habitual.


Además, lo que percibe el joven medio es que sus conocidos de mayor edad, con estudios universitarios, tienen un trabajo lamentable y, en cambio, otros que no saben hacer la O con un canuto se forran mostrando en Internet como se abren los paquetes o haciendo comentarios estúpidos en las redes sociales o en tertulias televisivas.

Un buen gamer,  DJinfluencer, un buen cantante o futbolista pueden ganar cien veces lo que un buen neurocirujano. 

De esa forma tan simple se transmiten unos valores determinados a la sociedad. 


Respecto al contacto con personas con experiencia la sociedad de consumo también ha jugado sus bazas y lo ha hecho bien. La familia tradicional, el seno donde el niño crecía en contacto con padres, hermanos, primos, tíos y abuelos ha sido eliminada del mapa.

El individualismo, que se ha promocionado por doquier, ha disgregado la familia, reduciéndola, en un principio, a padres e hijos, después a padre-hijos, madre-hijos (separados) y posteriormente a individuos aislados.

El individuo aislado es más fácilmente manipulable. Bien lo saben los expertos en marketing y los matones de barrio (hay excepciones: cuando se intenta vender una batería de cocina de mil quinientos euros prefieren al matrimonio asistiendo a la charla en la que regalan una batidora cutre valorada en cinco euros, pero en este caso se usan otras técnicas).


Por si resistiera alguna familia en la que un joven aún tiene contacto con sus abuelos (poseedores de una gran experiencia, antídoto junto con la cultura a las pamplinas de la sociedad de consumo), la propia dinámica social les ha transformado en irrelevantes. 

Bastante más que en irrelevantes, algunas veces, en estorbo.

Su experiencia vital, que es la que realmente cuenta, ha sido reducida a la nada puesto que  se defienden con dificultad en esta mierda de sociedad tecnológica (la tecnología, que podría haber hecho de esta una sociedad más humana, la está deshumanizando hasta límites absurdos). 


Es el viejo truco de desprestigiar a alguien demostrando que es un inútil en algo en el que cualquiera es superior. Gracias al vicio de la mente de generalizar, asumimos que si nuestros mayores no son capaces de hacer algo tan simple como manejar un smartphone serán incapaces de saber algo de nuestros problemas de la vida, cuando de todos es sabido que los problemas de la vida son siempre los mismos y que las razones por las que se sufre y se goza íntimamente apenas han cambiado en los últimos veinte mil años.


Resumiendo, no reflexionamos sobre los efectos secundarios de las cosas porque nadie nos ha enseñado a reflexionar y nos falta la cultura necesaria para aprenderlo en los libros. 

Por otra parte, nos han separado de otros seres adultos que podrían comunicarnos su experiencia y advertirnos de esos efectos secundarios. Para el caso de que aún mantengamos contacto con individuos expertos, la sociedad de consumo ha habilitado la solución de desprestigiarlos de tal modo que ni ellos mismos creen en su valor.


Eliminado el conocimiento y la experiencia, la sociedad de consumo tiene vía libre para vendernos paraguas en el desierto (vuelvo a insistir, aquí el paraguas en el desierto representa un producto, un servicio o una ideología que no necesitamos o incluso nos es dañina).


¿Son listos, eh? Pues a ver si espabilamos y nos hacemos más listos que ellos.

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